Un fenómeno de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) cuenta que la cercanía de las trincheras enemigas, que a veces no distaban más de 15 metros, hizo que en un momento los soldados de uno y otro bando empezaran a ver en sus contrarios a alguien muy parecido a ellos mismos. Y cuando dejaron de ser anónimos, cuando tuvieron rostros y voces, les resultó difícil odiarse porque sí.
Ante esta comprobación, en lugar de aniquilarse rápidamente, cosa que la corta distancia hubiese permitido, comenzaron a desarrollar sentimientos amistosos y hasta acabaron por celebrar en forma conjunta las Navidades.
Resultaron así largos períodos de calma y una especie de acuerdo tácito y mutuo de no atacarse. Lo desconcertó y enfureció a los jefes militares, a tal punto que, en febrero de 1917, el comandante de la decimosexta división de la infantería británica emitió un bando por el cual prohibía terminantemente entrar en contacto con el enemigo (a menos que fuera para liquidarlo) y prometía severos castigos para los infractores.
Hoy, la vida cotidiana parece a menudo una guerra de trincheras. La calle, los espacios educacionales, los laborales, los lugares públicos, las relaciones sociales y a menudo también las íntimas, los campos deportivos, e incluso, con inquietante frecuencia, las tramas familiares semejan escenarios de permanentes batallas. El armamento más común incluye la descalificación, la impaciencia, el prejuicio, el juzgamiento rápido y sin pruebas, la indiferencia, la manipulación, el ventajismo, el desprecio hacia las necesidades o prioridades ajenas.
Todo esto puede sintetizarse, finalmente, en una sola palabra: intolerancia.
Tolerancia es el respeto y la consideración hacia las opiniones y las prácticas de los demás aunque sean diferentes de las nuestras y la intolerancia, su opuesto, suele ser distintiva de aquellos entornos en los cuales el otro es visto como ajeno, como amenazante, como un obstáculo o, en el mejor de los casos, como un simple medio para la obtención de un fin. En ese entorno se instalan, los vínculos en los que el otro sólo es percibido en función de si “me es útil o no me es útil”. Así, cuando alguien no es “útil” (como compañero, como amigo, como conciudadano, como pareja, como vecino, como coparticipante de una misma actividad), interfiere, estorba, molesta, distrae, resulta intolerable.
Pero, ¿Como se llega a ser intolerante?
Al parecer, nuestro comportamiento indicaría que intentamos expulsar de nuestra conciencia lo que no aceptamos como parte de nosotros mismos, y los depositamos en otros. Se lo atribuimos sólo a los otros y, cuando lo advertimos en ellos, nos volvemos intolerantes hacia esas personas.
El extraño caso del doctor Jekyll y Mister Hyde es un claro ejemplo sobre esta cuestión. El doctor Jekyll, un científico intachable, encierra en sí al señor Hyde, un modelo de la maldad, y hasta desea ser como él, cosa que sólo consigue a través de una pócima de su invención que lo transforma y le hace perder el dominio de sí. Pero cuando está lúcido y consciente, Jekyll aborrece a Hyde, no lo acepta, lo odia hasta desearle la muerte.
Se puede decir entonces que los conflictos externos son manifestaciones de conflictos internos. Si odiamos a otro, si no lo toleramos, es porque de alguna forma nos odiamos a nosotros mismos, no toleramos aspectos propios que vemos en aquél. O sea que la intolerancia tendría un origen interno. Y quienes no podemos interpretar nuestros propios sentimientos, nos sentimos totalmente perdidos cuando se trata de saber lo que siente alguien que está cerca nuestro.
Tal vez, todo esto puede estar sucediendo porque olvidamos hacernos una pregunta sencilla, profunda y grandiosa: “¿Cómo sería yo si eso me estuviera pasando a mí?”. Y el olvido de esa pregunta nos dirige, sin duda, hacia la intolerancia porque cuando la omitimos, cerramos nuestro corazón
La consigna básica del intolerante es: “Así soy yo, así es el mundo”. Es decir, cuando nuestra visión del mundo, nuestros pensamientos, nuestros deseos, nuestro ego son el patrón de medida, todo el que no entra en él será descalificado. Se trata de un modelo de comportamiento muy riesgoso, ya que al no existir dos personas iguales, los márgenes de aceptación se reducen al mínimo.
¿Como salir de la intolerancia?
Quizá, después de todo, no se trate de ser tolerante, sino de aprender a aceptar.
Aceptar, en el caso de los vínculos humanos, es tomar al otro sin juzgarlo, acercarse a él interesado en sus misterios y dimensiones, escucharlo y mirarlo con la intención de percibir en sus palabras y en sus aspectos su singularidad. Aceptar es, también, saber que no se puede cambiar al otro, y que quizá no se debe. Es respetar del mismo modo en que aspiramos a ser respetados, tener en cuenta del mismo modo en el que queremos ser registrados.
Tal vez, el camino hacia la erradicación de la intolerancia en las relaciones interpersonales deba incluir la tarea de acercar las trincheras de las batallas cotidianas hasta observar los rostros de los demás y empezar a descubrir que se parecen mucho al nuestro.
Como sea, para salir de la intolerancia es preciso aprender una tarea que requiere de las herramientas más valiosas de la inteligencia humana: la de usar los zapatos del otro y sentarse en su silla. Desde allí se asiste a una experiencia siempre deslumbrante y enriquecedora. La experiencia del encuentro.
Piensa bien, y saldrá bien!
D.O.
Extraído del artículo publicado en La Nación Revista – Nota de Tapa. “¿Podemos ser tolerantes? Navidad, Año Nuevo… el momento ideal para una pregunta que plantea el desafío más urgente: aprender a aceptar al otro”. El Domingo 23 de diciembre de 2007. Autor Sergio Sinay.