“La alegría es solo brasilera”. La felicidad no.

Estuve ese día en Brasil; ese mismo día en el que el seleccionado de Brasil sufría los siete goles. Más precisamente, cuando me senté en mi vuelo de Buenos Aires a San Pablo con el fin de presenciar a la selección Argentina contra Holanda, en una aerolínea brasilera y plena de pasajeros brasileros, Brasil estaba 0-2 abajo el tanteador. Cuando despegó el avión ya era un 0-5. Y cuando arribé a mi escala en Florianópolis, el 1-7 era final y lapidario. Y si bien el seleccionado brasileño no había demostrado ser uno de aquellos grandes equipos, el resultado me sorprendió.

Pero la amplia y más que categórica derrota del seleccionado de fútbol Brasil ante el de Alemania en la semifinal de la Copa del Mundo, que hasta podría señalarse sin temor a parecer tremendista como una catástrofe deportiva, me sorprendió sólo en principio.

Luego, durante las 72 horas que pasé en el Mundial de Futbol, encontré fundamentos de la estrepitosa caída del seleccionado brasilero que eran impensables para mí hasta ese momento; desde el punto de vista de un argentino amante del mejor fútbol y de Brasil como el más alto exponente del mismo, y también como ciudadano sudamericano que aceptaba -aunque confieso que era a regañadientes- una supuesta superioridad de una nación potencia a la que suponía condenado a admirar y hasta secundar en el marco y concierto de las naciones sudamericanas.

Y las causas me aparecieron desde más allá de lo estrictamente futbolístico. Como dice Mario Vargas Llosa en su artículo periodístico[1] -aunque yo no lo expreso en sentido potencial como lo hace el gran escritor americano – la actuación del seleccionado de Brasil es “una manifestación en el ámbito deportivo de un fenómeno que, desde hace algún tiempo, representa todo el Brasil: vivir una ficción que es brutalmente desmentida por una realidad profunda”.

Siquiera me interesa profundizar si existió o no un “milagro brasilero” como señalan las estadísticas socioeconómicas. Si en realidad existió un espejismo del crecimiento del país. Si los gastos emprendidos con motivo de la Copa del Mundial de Fútbol son un formidable ejemplo de delirio mesiánico y fantástica irresponsabilidad, como afirma el Premio Novel del Literatura.

Pero lo que sícreo es que las causas de la vergonzosa actuación del seccionado de fútbol, no está para nada lejos de la también vergonzosa actuación de sus “torcedores” dentro y fuera de los estadios. Y que dichas causas o fundamentos de tal actuación se tendrán que buscar precisamente en el comportamiento en general de un pueblo que se esfuerza en “Negar la realidad”. Y no sólo la realidad de su seleccionado de futbol.

Negar los siete tantos sufridos en la semifinal del mundial. Negar los tres tantos al quedar relegados al cuarto puesto. Negar la olvidable formación de un Brasil, que salvo Neymar, para cualquier amante de este deporte la mayoría de sus integrantes no debería vestir la misma casaca que vistieron genios del futbol. Es negar la realidad. Pero sentí que ese mecanismo, y que la utilización del mismo es algo a lo que los brasilero, torcedores y no torcedores, están muy acostumbrados. Y es la costumbre de negar todo o casi todo y además disfrazarlo de “alegría brasilera”.

Pude sentir, que no sólo se negaba una lastimosa propia realidad futbolística, entendiblepara cualquier amantre de ese deporte. Sino que también se negaba una identidad que siempre calificó no sólo al futbol de Brasil sino que también a cualquier país, equipo, e hincha de futbol. Pude ver que las casacas de los equipos contra los que se enfrentaba la selección Argentina se sucedían en cada partido en cada estadio, ciudad, en cada torcedor brasilero. Los colores de cada bandera del país rival de Argentina se suicedían en las caras de miles. Y los nombres de esos paìses fueron la ùnica arenga torcedora, y que cambiaba partido a partido. No escuche en la semifinal gritos a favro de Brasil, y los colores naranjas apagaron rotundamente el verde y el amarillo.

No esperé jamás que Brasil torciera por Argentina. Es más lo esperaba y necesitaba como demostración del espíritu de la rivalidad futbolística de nuestras diferentes culturas. Pero lo que no esperaba es que se negara la propia derrota y se la vistiera de fiesta. Negando también la propia identidad, y asumiendo otras distintas. Muy distintas. Pero todo ello de una forma muy normal, habitual.

Evidentemente, el mecanismo de negación de la realidad del brasilero no acaba y se limita en la negación de un resultado deportivo. Sino que abarca y se extiende a casi todos lo ordenes de la vida de los brasileros. El apego al espejismo de lo que se cree poseer, aparece como placebo de una realidad muchas veces dolorosa. Y sostener por siempre y ante todo el estandarte de la “alegría brasilera” ha confundido a un pueblo que cree que es feliz mientras está alegre. Y por lo tanto se esfuerza para  estar o parecer alegre todo el tiempo y a pesar de todo.

La protesta popular de miles de brasileños por el derroche manifiesto en la realización de la Copa del Mundial de Futbol, y por otras realidades escondidas y no percibidas como tales por la gran mayoría, es una muestra de que las ilusiones están cayendo y de que el sentir de muchos brasileros está en alcanzar vivir felices y no tanto ser alegres.

¡Sea bienvenida toda expresión de cambio por mínimo o incipiente que parezca!. No olvido la sensación de temor que me envolvió pensar que podemos contagiarnos de nuestros, hoy “ex rivales”.

DO.


[1] En “LA NACION”, Martes 15 de julio de 2014.
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