“¿Habéis estado alguna vez en el mar, en medio de una densa bruma, cuando parece que una tiniebla blanca y tangible oes envuelve? Y el gran buque, tenso y ansioso, avanza a tientas hacia la costa con plomada y sonda, y uno espera con el corazón palpitante a que algo suceda. Antes de empezar mi educación yo era como ese buque, solo que no tenía brújula ni sonda, ni modo de saber a qué distancia estaba el puerto. “luz, ¡dadme luz!, era el grito silencioso de mi alma, y la luz del amor brillo sobre mí en ese mismo instante.” Helen Keller[1]
Helen Keller, con menos de dos años de edad contrajo una enfermedad cuyas secuelas fueron su sordera, ceguera e incapacidad de hablar. Las emociones que despertaron en ella esas pérdidas físicas se manifestaron en terribles ataques de ira y en conductas propias de un animal salvaje. Y nada ni nadie podía calmar su fiereza hasta el día en que Anne Sullivan[2], su profesora, entró en su vida en a los siete los de edad en 1887.
Tal fue así, que a poco de comenzar su trabajo con la niña, la profesora escribió en su diario: “La criatura salvaje de hace dos semana se ha transformado en una niña muy amable, se encuentra sentada junto a mi mientras escribo, luciendo un semblante sereno y feliz. … Ahora mi placentera tarea consiste en dirigir y formar la hermosa inteligencia que esta comenzando a emanar de esta alma infantil”
Tarea que consistió proporcionar sentido a cada olor, a cada tacto y a cada brisa que se cruzaba en el camino de Helen; porque su individualidad lo indicaba. Pero lo que en definitiva hizo la profesora con su alumna fue lo que cualquier niño, con capacidades diferentes o no, necesita: Que le ayuden a moldear su propia vida según sus propios talentos y capacidades, sus propias herramientas.
Feliz comienzo!
D.O.