La emoción es un motor que todos llevamos dentro que nos mueve y nos empuja a vivir en contacto con el mundo que nos rodea.
Necesitamos de la emoción, para que nos informe qué es lo que nos está afectando y para que establezca una respuesta. Así podemos decir que sentimos SENSACIONES, que tienen relación con nuestro cuerpo, que nos estan informando de lo que sucede en nuestro cuerpo en una situación determinada. Sensaciones corporales de frío, calor, sueño, hambre, sed, cansancio, tensión, relajación, sofocación, dolor, etc.
Pero una cosa es la emoción y las sensaciones que nos producen a nivel corporal y otra es la configuración de sentires íntimos, la sensorialidad o los sentimientos. Los SENTIMIENTOS tienen que ver con nuestra personalidad.
Las emociones son universales, pero los sentimientos varían de un individuo a otro. Cada uno puede sentir sentimientos diferentes de amor, odio, compasión, gratitud, respeto, admiración, confianza, esperanza, orgullo, altruismo, desprecio, celos, pena, duelo, etc.
Los sentimientos guardan una relación con la convivencia con los demás. Lo que guía nuestro vivir es la sensorialidad. Nos movemos desde el sentir, no desde la razón. Desde la razón sólo argumentamos.
En realidad, nada hacemos que no esté definido por una emoción que lo hace posible y si realmente queremos entender las acciones humanas al mirar el movimiento o el acto del otro, debemos enfocar a la emoción que los posibilita.
Así, un encuentro entre dos personas será vivido como agresión o accidente según la emoción en la que cada uno de ellos se encuentre.
Cuando nos encontramos con otra persona en la agresión, lo más probable es que ambos o uno de los dos tengamos un discurso “racional” a través del cual justificamos la negación del otro. Por ejemplo, pensamos: “ese otro es un prepotente y violento, todo lo que dice se funda en la superioridad de los más fueres y lo único que quiere es atacarme”. Tal pensamiento trae consigo una emoción que define al punto de partida del encuentro como uno de negación y no de aceptación. Y si el otro se enfrenta así conmigo, yo puedo hacerlo a su vez, también desde la agresión.
Pero si de pronto, decimos: “pero, en realidad, yo no quiero atacar a este hombre”; entonces comenzamos a relacionarnos con ese otro de otra manera. ¿Qué ha sucedido? Ha cambiado nuestra emoción.
Si creo que una persona me ataca o me crítica y en vez de simplemente responder con un ataque me pregunto si tengo fundamento para pensar así, la interacción sigue otro camino. Al hacer esa reflexión, ya, me encuentro en otra parte. Pero claro que tengo que querer y animarme a hacer la reflexión, y para querer hacerla tengo que partir desde aceptar al otro como un legítimo otro en la convivencia, cómo válido aunque piense diferente.
Aunque parezca difícil, no lo es. En realidad lo espontáneo de nuestra biología básica es estar abiertos a la aceptación del otro como un legítimo otro en la convivencia. Nacemos como seres amorosos (con la emoción básica del amor), y en la confianza de estar en el medio que hace posible nuestra existencia como tales.
¿Alguna vez hemos tomado en brazos a un bebe recién nacido y sentimos su maldad y desconfianza? La desconfianza, la competencia, la agresión, no vinieron con nosotros, sino que las aprendemos de nuestra cultura, con lo que aprendimos al vivir. Por ello los discursos racionales que hacen posible la negación del otro deben ser inventados por nosotros.
Vale entonces reflexionar siempre sobre las emociones que están detrás de nuestras acciones cuando nos realcionamos con los otros, sosteniéndolas, fundándolas. Preguntarnos: ¿POR QUÉ HAGO LO QUE HAGO? Una pregunta, que si queremos, siempre tiene respuesta.
Piensa bien y saldrá bien!