Aunque vivimos una cultura que ha desvalorizado a las emociones en función de una sobrevaloración de la razón, nada hacemos que no esté definido por una emoción que lo hace posible.
Por ello, si realmente queremos entender las acciones humanas al mirar el movimiento o el acto del otro debemos enfocar a la emoción que lo hace posible. Así, un encuentro entre dos personas será vivido como agresión o accidente, según la emoción en la que se encuentren los participantes. Cuando nos encontramos con otra persona en la agresión, lo más probable es que ambos o uno de los dos tengamos un discurso “racional” a través del cual justificamos la negación del otro. Por ejemplo, pensamos: “ese otro es un desocupado porque es un vago, todo lo que quiere es que el estado debe darle un subsidio, y quiere es atacarme por ser de una idea distinta”. Tal reflexión trae consigo un una emoción que define al punto de partida del encuentro como uno de negación y no de aceptación. Y si el otro se enfrenta así conmigo, yo puedo hacerlo a su vez, también desde la agresión.
Pero si de pronto, decimos: “pero, en realidad, yo no quiero atacar a esta persona”; entonces comenzamos a relacionarnos con ese otro de otra manera. ¿Qué ha sucedido? Ha cambiado nuestra emoción. Si creo que una persona me ataca o me crítica y en vez de simplemente responder con un ataque me pregunto si tengo fundamento para pensar así, la interacción sigue otro camino. Al hacer esa reflexión, ya, me encuentro en otra parte. Pero claro que tengo que querer y animarme a hacer la reflexión, y para querer hacerla tengo que partir desde aceptar al otro como un legítimo otro en la convivencia, cómo válido, tan válido como yo.
Aunque parezca difícil, no lo es. En realidad lo espontáneo de nuestra biología básica (lo que nos sale fácil de hacer) es estar abiertos a la aceptación del otro como un legítimo otro para convivir. La desconfianza, la competencia, la agresión, no vinieron con nosotros, sino que las aprendemos de nuestra cultura. Por ello los discursos racionales (de la razón) que hacen posible la negación del otro, deben ser inventados por nosotros.
Vale entonces reflexionar sobre las emociones que están siempre detrás de nuestras acciones, sosteniéndolas, fundándolas. Y preguntarnos: ¿Por qué hago lo que hago? Una pregunta, que si queremos, siempre tiene respuesta.
Piensa bien y saldrá bien!