No resulta fácil enunciar un concepto del trabajo humano. Y de manera muy general, se lo puede definir como la actividad personal en la que el ser humano emplea de manera total o parcial sus energías físicas y/o mentales en orden a la obtención de algún bien material o espiritual, distinto del placer derivado directamente de su ejecución.
En cuanto al capital, este término hace referencia tanto a los recursos financieros invertidos en una iniciativa productiva o en el mercado bursátil, como a los medios materiales de producción de una empresa.
Pero si analizamos ese trabajo que realiza el ser humano tanto desde un punto de vista objetivo como subjetivo. Vemos entonces que objetivamente considerada esta actividad tiene un doble carácter: que incluye tanto los resultados materiales como los de índole cultural, es decir, todo aquello que crea fuera del interior de la persona. Por otro lado, desde el punto de vista subjetivo, implica que el hombre, al trabajar, no sólo modifica la sociedad y el entorno, sino que también se modifica y realiza a sí mismo, desarrollando su personalidad. Es precisamente este aspecto subjetivo el que constituye una actividad exclusiva del ser humano y a la vez hace del hombre el fin último de todo el proceso productivo.
Por lo tanto podemos decir que el trabajo es una actividad que realiza toda la persona y que por lo tanto implica a toda la persona, en la cual deja una marca indeleble. Y en todo caso, el capital es sólo un instrumento del proceso de producción, del cual el trabajo es siempre la causa eficiente primaria y, por tanto, tiene la primacía absoluta sobre aquel.
Además, si bien el trabajo constituye una actividad exclusiva del ser humano, ello no excluye de manera alguna la intrínseca dimensión social del trabajo, pues, si no existe un verdadero cuerpo social y orgánico, si no hay un orden social y jurídico que garantice el ejercicio del trabajo, la eficiencia humana no será capaz de producir sus frutos. El trabajo no puede ser valorado justamente ni remunerado con equidad si no se tiene en cuenta su carácter social e individual.
Para poder observar con mayor precisión esta dimensión social del trabajo, debemos tener especialmente en cuenta los eventos de naturaleza económica (reunidos bajo la denominación de conflicto entre capital y trabajo) que se produjeron a lo largo del siglo XIX, vinculados a la revolución industrial, con su radicalmente injusta secuela de explotación y miseria de los obreros de las fábricas y talleres, ocasionaron graves problemas que rebasaron con creces el campo de la economía, para adquirir también una índole social, política y cultural.
En sus obras, Karl Marx señaló la despersonalización y cosificación del hombre, debido a la sobreexplotación de su trabajo por las estructuras sociales injustas, las cuales generan lo que él llamó una alineación económica, que afecta por igual (aunque de distinta forma) al obrero y al capitalista. Esta alineación es, para Marx, la clave de la desarmonía entre trabajo y capital. Y que la superación de la misma, sólo es posible mediante la praxis revolucionaria, que es a su vez, según Marx, la clave del progreso hacia la construcción de una sociedad nueva.
Es, por consiguiente, en la segunda mitad de ese siglo, que se pone sobre el tapete por primera vez la cuestión de la instauración de un orden social más justo. Orden en el que el Trabajo y el Capital juegan lugares imprescindibles .
En ese espíritu (en la búsqueda de un sistema social equilibrado del conflicto entre Trabajo y Capital) , es que el Papa León XIII redactó, en 1891, su encíclica “Rerum novarum” (De las cosas nuevas o De los cambios políticos), que fue además el primer documento de la Iglesia Católica sobre cuestiones sociales. En ella, sostenía que la propiedad privada era un derecho natural, dentro de los límites de la justicia; pero condenaba al capitalismo como causa de la pobreza y degradación de muchos trabajadores. Y ell propio Papa recomendaba que los católicos, si así lo desean, organicen partidos socialistas propios y uniones de trabajadores bajo principios católicos. Muchos años después, En 1981, ell Papa Juan Pablo II, en su encíclica “Laborem exercens” (Trabajo laboral) consideró el trabajo como bien fundamental para la persona, factor primario de la actividad económica y clave de toda la cuestión social. Y alerta sobre el riesgo de que “…el hombre sea tratado, a la par de todo el complejo de los medios materiales de producción, como un instrumento y no según la verdadera dignidad de su trabajo, o sea, como sujeto y autor”. Es decir, el verdadero criterio para valorar la importancia y dignidad del trabajo, no está en lo que se hace, sino en la persona que lo hace.
No obstante lo dicho, la lógica intrínseca del proceso productivo, demuestra la necesidad de la complementariedad entre capital y trabajo, lo que supone la superación de la contradicción existente entre ambos. Sin embargo, la introducción de los avances tecnológicos y la mundialización (globalización) de la economía, introducen nuevos aspectos que contribuyen a dificultar más aún esta necesaria compenetración, haciendo más honda la brecha no sólo entre trabajo y capital y entre personas ricas y pobres, sino entre países e incluso regiones, ricas y pobres.
La superación de tales dificultades es el desafío a enfrentar para los trabajadores y capitalistas del siglo XIX
Hola Dani. De este artículo me quedo con la frase “La ciudadanía tiende a perder fuerza. Esta situación se observa (…) donde reinan la ausencia de empleo y la perspectiva de emplearse” porque veo reflejada en ella la sociedad en la que vivimos los adolescentes. Hoy en día, las personas prefieren trabajar 1 hora menos por mucho menos dinero que hacer un esfuerzo UN POCO mayor y duplicar su salario, por ejemplo. Y eso es algo que incluye la ciudadania y el hecho de participar con un trabajo, contribuyendo a la sociedad para mejor.
Saludos, Denise.