Las perversiones del afán de pertenencia al grupo que sentimos los individuos. Racismo, Xenofobia, Nacionalismo

Racismo, Xenofobia, Nacionalismo

Decíamos que lo que importa no es nuestra pertenencia a tal nación, tal cultura, tal contexto social o ideológico, sino nuestra pertenencia a la especie humana, que compartimos necesariamente con los hombres de todas las naciones, culturas y estratos sociales. Que de ahí proviene la idea de derechos humanos, una serie de reglas universales para tratarnos los hombres unos a otros, cualquiera que sea nuestra posición histórica accidental. Y que defender los derechos humanos universales supone admitir que los hombres nos reconocemos derechos iguales entre nosotros, a pesar de las diferencias entre los grupos a los que pertenecemos: supone admitir, por tanto, que es más importante ser individuo humano que pertenecer a tal o cual raza, nación o cultura.

No obstante, la realidad marca que hay fanatismos de pertenencia especialmente odiosos, porque instauran jerarquías entre los seres humanos o quieren hacer vivir a los hombres en compartimientos estancos, separados con alambradas unos de otros, como si no perteneciésemos a la misma especie. El racismo es sin duda la peor de estas abominaciones colectivas. Establece que el color de la piel, la forma de la nariz o cualquier otro rasgo caprichoso determinan que una persona deba tener tales o cuales rasgos de carácter, morales o intelectuales. Por supuesto, nada de esto tiene que ver con la aptitud moral de los hombres ni con su derecho a ser tratados igualitariamente como ciudadanos. Los distintos niveles de educación y las tradiciones culturales influyen sin duda en la forma de ser de las personas, pero no su raza.

Lo más siniestro del racismo es que no permite ninguna reconciliación con el «otro», con el «diferente»: en efecto, uno puede educarse mejor, cambiar sus costumbres, sus ideas, su religión… pero nadie puede modificar su patrimonio genético. Por eso las contiendas ideológicas o religiosas pueden arreglarse alguna vez, mientras que no hay reconciliación posible para el estúpido odio racial. ¿Hay algún tipo de hombre inferior a los demás? Racialmente, no; pero ética y políticamente es inferior a los otros el que cree en la existencia racial de seres humanos inferiores…

Ahora bien, en la mayoría de los casos, la gente no es racista sino xenófoba: detesta a los extranjeros, a los diferentes, a los que hablan otra lengua o se comportan de manera distinta. Además, el rechazo de los extraños (racial o culturalmente) es una buena coartada para justificar los abusos que cometemos contra ellos y la marginación que sufren. Los extranjeros que más nos molestan, a los que consideramos inferiores, peligrosos, etc., son también los más pobres; en cambio, los turistas que llegan con buen dinero en los bolsillos son aceptados sin racismo ni xenofobia y hasta rodeados de cierta envidiosa admiración.

Los xenófobos siempre dicen que ellos no tienen nada contra los «otros» pero «deben reconocer» que padecen tales o cuales defectos, «objetivamente» considerados. Se inventan así las habituales calumnias (o los elogios de supuestas virtudes generalizadas) sobre los grupos humanos: los judíos son «usureros» pero «muy astutos», los negros y los andaluces son «perezosos», los norteamericanos son «infantiles», los árabes «traicioneros», etc.. En el fondo, estas vaguedades no hacen más que convertir rasgos de carácter o vicios que se dan en los individuos de cualquier grupo humano en definitorios de un colectivo en particular, como si cada uno de nosotros no tuviese personalidad propia sino que la recibiésemos impuesta de la colectividad a la que pertenecemos. Además, tales caracterizaciones (denigratorias o elogiosas, tan falsas son las unas como las otras) cambian de época en época, ya que no son sino apresuradas generalizaciones sobre la forma de vida de una sociedad en un momento histórico dado. Por ejemplo, a finales del siglo XVII los ingleses, que habían decapitado a su rey y reforzado el parlamento, tenían fama de revoltosos y levantiscos, mientras que los franceses —bajo el absolutismo del Rey Sol— pasaban por el pueblo más sumiso y ordenado de Europa: cien años más tarde, la revolución francesa, los supuestos «caracteres nacionales» habían invertido sus papeles…

Un poco más cautelosa en sus expresiones que el racismo puro y duro, a lo nazi, la xenofobia no predica el exterminio de los extraños ni su inferioridad intrínseca: «lo único que queremos es que se vuelvan a su casa; los de aquí somos de otra forma». Se da por supuesto así que los países tienen una forma de ser homogénea, eterna, que debe ser preservada de cualquier contagio foráneo. La realidad es muy distinta: todos los países han surgido de mezclas y acomodos entre grupos diversos; en los lugares y las épocas de mayor mestizaje étnico o cultural se han dado los momentos más creadores de la civilización humana (procesos migratorios hacia América y nuestro pías en particular por ejemplo). Los grupos «puros», las razas «puras», las naciones «puras» no producen más que aburrimiento… o crímenes. La historia así lo demuestra.

La forma más común pero no menos peligrosa de estas perversiones del afán de pertenecer a «los nuestros» es el nacionalismo. La mentalidad nacionalista no tiene otro proyecto político que promover lo de «dentro» frente a las acechanzas de lo de «fuera» y establecer a bombo y platillo que «somos algo aparte.

En su origen fue una ideología sustentadora de los Estados modernos, que permitía a los ciudadanos que ya no estaban dispuestos a identificarse con un rey de derecho divino ni con una nobleza de sangre conseguir un nuevo ideal colectivo: la Nación, la Patria, el Pueblo. Aprovechaba el lógico apego que cada cual tiene a los lugares y las costumbres que le son más familiares, así como el interés común que todos tenemos en que las cosas le vayan lo mejor posible al grupo al que pertenecemos.

Pero en el siglo XX los nacionalismos se han convertido en una especie de mística belicosa, que ha justificado tremendas guerras internacionales y discordias civiles atroces. A fin de cuentas, los nacionalistas siempre se definen contra alguien, contra otro país o grupo dentro del propio Estado al que culpan de todas sus insuficiencias y problemas. El nacionalismo necesita sentirse amenazado por enemigos exteriores para funcionar: si no hubiera más que una sola nación, ser nacionalista no tendría ninguna gracia y muy poco sentido. La doctrina nacionalista pretende que el Estado es la consagración institucional de una realidad «espiritual» anterior y más sublime, la Nación. Los Estados deberían ser así algo «natural», que responde a una unidad previa de lengua, cultura, forma de comportarse o de pensar, a un «pueblo» en fin ya constituido antes del nacimiento de dicho Estado. Pero en realidad todos los Estados existentes son convenciones brotadas de circunstancias históricas. Y son los propios Estados los que han dado unidad práctica a grupos y comunidades diferentes, inventándoles luego un «alma» política.

Lo importante es saber si un Estado respeta los derechos humanos y la ciudadanía política de todos los que en él viven, si es capaz de renunciar a parte de su soberanía para colaborar con otros países al afrontar retos mundiales, si ofrece protección razonable contra la miseria y contra la violencia. El color de su bandera y su extensión en el mapa geopolítico son lo de menos. Por lo demás, el fanatismo nacionalista no sirve más que para endiosar a los Estados poderosos, destruir algunos más frágiles que armonizaban en precario equilibrio a distintas etnias o para servir de trampolín a políticos ambiciosos pertenecientes a minorías culturales pero sin verdaderos programas transformadores de la sociedad, los cuales esperan más de las supersticiones populares que de su capacidad de razonar.

Fuente: Fernando Savater. POLÍTICA PARA AMADOR. Capítulo Quinto.

T. P.

1. ¿Cual es el origen del racismo? ¿En que ideas se sostiene? ¿Que argumentos utilizarías para combatirlo?

2. ¿Cual es la relación del racismo con la xenofobia? ¿Encuentras alguna relación con el nacionalismo

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