Tenemos arraigado el principio de que todos los individuos deben tener por igual voz y voto en las cuestiones de organización política, sea cual fuese su clase social, su familia, su sexo, etc. Pero no hay nada de evidente en eso de que los hombres son iguales. Más bien todo lo contrario: lo que salta a la vista no es la igualdad entre los hombres, sino su desigualdad o, mejor, sus diversas desigualdades según el aspecto de su físico o de su conducta que prefiramos considerar.
Las primeras organizaciones sociales partieron de esas distinciones tan evidentes entre unos y otros. Las diferencias se aprovecharon en beneficio del grupo: que el mejor cazador dirija la caza, que el más fuerte y valiente organice el combate, que el de mayor experiencia aconseje cómo comportarse en tal o cual circunstancia, etc.. Lo importante era que el grupo funcionase del modo más eficaz posible. Más adelante, cuando los grupos se hicieron mayores y las diversas actividades dentro de ellos más complicadas, las desigualdades entre los hombres ya no dependieron solamente de las aptitudes de los individuos, sino también de su linaje familiar y de sus posesiones. Los hombres se hicieron desiguales no sólo por lo que eran, sino también por lo que tenían. Y lo más importante: las desigualdades se hicieron hereditarias. Los hijos de los reyes fueron reyes, los hijos de ricos nacían también ya ricos y el que tenía padres esclavos no podía aspirar a nada mejor que a la esclavitud. Quedó establecido que unos venían al mundo para mandar y otros para obedecer. Se promulgaron leyes: las hacían los que mandaban para los que obedecían. Por tanto, no eran obligatorias para el que mandaba sino sólo para el que debía obedecer.
Pero poco a poco se les empezó a ocurrir una idea algo rara: los individuos se parecen entre sí más allá de sus diferencias, porque todos hablan, todos pueden pensar sobre lo que quieren o lo que les conviene, todos son capaces de inventar algo o de rechazar algo inventado por otro… explicando por qué lo inventan o por qué lo rechazan.
Y los griegos sintieron pasión por lo humano, por sus capacidades, por su energía constructiva, por su astucia y sus virtudes…. Por ello, los griegos inventaron la polis, la comunidad ciudadana en cuyo espacio no gobierna la necesidad de la naturaleza ni la voluntad enigmática de los dioses, sino la libertad de los hombres, es decir: su capacidad de razonar, de discutir, de elegir y de revocar dirigentes, de crear problemas y de plantear soluciones. El nombre por el que ahora conocemos ese invento griego, es democracia.
La democracia griega estaba sometida al principio de isonomía: es decir, las mismas leyes regían para todos, pobres o ricos, de buena cuna o hijos de padres humildes, listos o tontos. Sobre todo, las leyes eran inventadas por los mismos que debían someterse a ellas: había que tener cuidado en la asamblea con no aprobar leyes malas, porque uno podría ser su primera víctima… Nadie estaba en la ciudad por encima de la ley y la ley (la misma ley) tenía que ser obedecida por todos. Pero la ley no provenía de nada más elevado que los hombres, no era la orden irrevocable dada por los dioses o los antepasados míticos, sino que la asamblea de los ciudadanos (todos ellos políticos, es decir administradores de su polis) era su origen y por tanto podía modificarla o abolirla si a la mayoría le parecía conveniente. Tan en serio se tomaban los antiguos atenienses la igualdad política de los ciudadanos, y tan convencidos estaban de que su obediencia se debía sólo a las leyes y no a personas, por «especiales» que fuesen… ¡que la mayoría de las magistraturas y otros cargos públicos de la polis se decidían por sorteo! Como todos los ciudadanos eran iguales, como ninguno podía negarse a cumplir sus obligaciones políticas con la comunidad (todo el mundo participaba en las decisiones y podía llegar a ocupar puestos de autoridad), echar a suertes los cargos políticos parecía a los griegos la mejor de las soluciones.
Pero los esclavos no participaban en la vida política griega. (Ni tampoco las mujeres). En realidad los atenienses nunca sostuvieron que todos los seres humanos tienen derechos políticos iguales: lo que inventaron y establecieron es que todos los ciudadanos atenienses tenían derechos políticos iguales. Y sabían que no todo el mundo era ciudadano ateniense: había que ser varón, de cierta edad, no esclavo, nacido en la polis, etc. Pero todos los que reunían esos requisitos eran políticamente iguales.
En los reinos como el egipcio o el persa, el sistema político es algo parecido a una pirámide: el faraón o el Gran Rey ocupan el vértice superior, debajo están los nobles, los sacerdotes, los guerreros, los grandes comerciantes, etc.. hasta llegar a la base, ocupada por el pueblo llano. El poder se irradiaba desde arriba hacia abajo, hasta llegar a los que recibían órdenes de todo el mundo y no podían dárselas a nadie, los cuales eran precisamente la gran mayoría de la población. En cambio, el poder político entre los griegos se parecía más bien a un círculo: en la asamblea todos se sentaban equidistantes de un centro en donde simbólicamente estaba el poder decisorio. Cada cual podía tomar la palabra y opinar, sosteniendo mientras tanto una especie de cetro que indicaba su derecho a hablar sin ser interrumpido. En los otros reinos, los piramidales, sólo el rey tenía cetro y poder decisorio; entre los griegos, el cetro era rotatorio a lo largo de la asamblea circular y las decisiones se tomaban después de haber oído a todo el que tenía algo que decir.
Desde el comienzo la invención democrática tuvo serios adversarios. La verdad es que la democracia se basa en una paradoja que resulta evidente a poco que se reflexione sobre el asunto: todos conocemos más personas ignorantes que sabias y más personas malas que buenas… luego es lógico suponer que la decisión de la mayoría tendrá más de ignorancia y de maldad que de lo contrario. … entonces ¿cómo van a ser capaces entonces de establecer lo que es verdaderamente bueno para la ciudad? La mayoría de los asuntos importantes de la comunidad, como la economía o los proyectos militares, son difíciles de comprender para los profanos: ¿cómo va a valer lo mismo la opinión del general y la del carpintero cuando lo que se esté discutiendo sea la estrategia para defenderse del enemigo? Además, la gente cambia de parecer cada dos por tres: hoy aborrecen y se indignan contra la idea que les parecía estupenda ayer. A la mayoría se la engaña con facilidad, cualquier demagogo que dice palabras bonitas es más escuchado que la persona razonable que señala defectos o problemas. Y al que no se le engaña, se le compra, porque el vulgo no quiere más que dinero y diversiones. Etc., etc..
Supongo que muchas de estas objeciones antidemocráticas las oyes todos los días formular contra el modesto régimen democrático en el que vives. En realidad, son tan viejas como la democracia misma. Y con razón, porque la invención democrática es algo demasiado revolucionario para que sea aceptado sin escándalo… Lo natural es que manden los más fuertes, los más listos, los más ricos, los de mejor familia, los que piensan más profundamente o han estudiado más, los más buenos, los más santos, los generosos, los que tienen ideas geniales para salvar a los demás, los justos, los puros, los astutos, los… los que quieras, ¡pero no todos! Que el poder sea cosa de todos, que todos intervengan, hablen, voten, elijan, decidan,… eso no es cosa natural, sino un invento artificial.
El invento de que cada cual tiene derecho en la comunidad a que nadie viva por él, a acertar o engañarse por sí mismo, a ser responsable de los éxitos y los desastres que le conciernen, no garantiza más aciertos que los habituales cuando manda uno sólo o unos pocos; ni tampoco mejores leyes, ni mayor honradez pública, ni siquiera más prosperidad. Lo único garantizado es que habrá más conflictos y menos tranquilidad. Pero el griego prefería discutir con sus iguales que someterse a los amos; prefería hacer disparates elegidos por él que disfrutar de aciertos impuestos por otro; quería inventar las leyes de su ciudad y poder cambiarlas si no funcionaban bien, en vez de someterse a los mandamientos inapelables, fueran naturales o divinos.